No hay paz sin las mujeres: Las activistas afganas explican por qué es importante que las mujeres tengan representación

Con la toma talibán de Kabul el 15 de agosto de 2021, se desvanecieron años de costosos avances hacia la paz y la seguridad nacional. Desde entonces ha pasado un año y el régimen también se ha dedicado a borrar sistemáticamente la presencia de las mujeres de la sociedad afgana: obligándoles a cubrirse la cara en público, excluyendo a las mujeres de la mayoría de los trabajos, prohibiendo a las niñas asistir al instituto y desmantelando todas las instituciones que protegían e impulsaban los derechos de las mujeres y las niñas. A pesar de las innumerables violaciones de los derechos humanos que se han producido, las mujeres afganas siguen resistiendo y trabajando para lograr una paz y una seguridad duraderas.

Fawzia Koofi, Habiba Sarabi y Maryam Rayed han dedicado su carrera a la consolidación de la paz en su país natal. Fawzia y Habiba representaron a la República Islámica de Afganistán durante las conversaciones de paz con los talibanes en 2020, siendo dos de las cuatro mujeres que participaron en las negociaciones iniciales. Maryam dirigió un departamento en el Ministerio de Estado por la Paz. Hoy las tres están en el exilio.

Sus testimonios demuestran la importancia de la representación y el liderazgo de las mujeres en los procesos de paz y seguridad, y lo que su ausencia en estos procesos puede suponer para un país.

No hay paz sin las mujeres: Las activistas afganas explican por qué es importante que las mujeres tengan representación

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Fawzia Koofi en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York en octubre de 2021. Fotografía: ONU Mujeres/Ryan Brown
Fawzia Koofi en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York en octubre de 2021. Fotografía: ONU Mujeres/Ryan Brown

Fawzia Koofi: Las mujeres nunca se rendirán

Fui miembro del Parlamento de Afganistán durante 15 años. Cada día, defendía la participación de las mujeres en los espacios de decisión públicos y en el proceso de paz: organizaba reuniones y trabajaba con líderes de la política, organizaciones internacionales y con la sociedad civil para garantizar la inclusión de las mujeres. Y, finalmente, conseguimos esa presencia. En las conversaciones de paz afganas que siguieron al Acuerdo de Doha, hubo cuatro mujeres entre las 21 personas que componían el Equipo de Negociación de la República Islámica. Yo fui una de ellas.

Como son los hombres los que dirigen la mayoría de las guerras, también creen que son los únicos que pueden hablar sobre la paz. Ninguna de las partes del conflicto estaba acostumbrada a ver a una mujer en la sala de negociaciones, y a veces yo era la única que se sentaba a la mesa. Día tras día, mi presencia era una forma de resistencia, enfatizaba que las mujeres ocupan un lugar legítimo en todos los espacios en los que se toman decisiones que influyen en su país.

Pero no bastaba con que yo estuviera en la sala; no basta con que nos sentemos a la mesa. También deben incluirnos en todas las conversaciones que afecten a nuestro país y deben valorarse nuestras opiniones con seriedad. Como mujer, he presenciado cómo las mujeres aportan perspectivas diversas a las conversaciones de paz, cómo enriquecen los debates. Como alguien que ha crecido políticamente durante los 20 últimos años, que tiene acceso a la información y sabe lo que ha sucedido en nuestro país, mi conocimiento sobre la economía, la seguridad, las instituciones y la democracia es mayor. Entre las mujeres negociadoras y los talibanes no había sólo una brecha generacional, también una brecha informativa. Y eso le da aún más importancia a la participación de las mujeres en los procesos de paz.

Desde la toma de Kabul, soy incapaz de asimilar el hecho de que, en pleno siglo XXI, tengamos que seguir hablando sobre la educación de las mujeres o su derecho a trabajar. Pero debo hacerlo. Durante el último año, con mis hermanas, me he centrado en garantizar que las mujeres afganas estén unidas y dispongan de plataformas para seguir defendiendo todos sus derechos, que van más allá de la educación y el trabajo. El año pasado, luchamos por la inclusión de las mujeres en el diseño y la distribución de la ayuda en Afganistán, y ahora hay mujeres en esas estructuras. Trabajamos con los Estados miembros para reforzar el mandato de la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en el Afganistán (UNAMA) y asegurarnos de que le preste especial atención al tema de las mujeres, la paz y la seguridad. Colaboramos con el Consejo de Derechos Humanos para crear una Relatoría Especial para Afganistán que supervise las violaciones de los derechos humanos en el país. Trabajamos para asegurarnos de que a los talibanes se les siga aplicando la prohibición de viajar. He estado en contacto con las mujeres que permanecen en Afganistán y con las de toda la región para averiguar cómo podemos ser su voz. He creado la Coalición de Mujeres Afganas por el Cambio, que es una plataforma de defensa de derechos en la que las mujeres de dentro y fuera del país pueden trabajar juntas. 

El mundo puede aprender de la experiencia de Afganistán en materia de mujeres, paz y seguridad. Las mujeres deben involucrarse desde el principio en todas las negociaciones de paz y su participación debe ser significativa. Las mujeres nunca se rendirán. Seguirán resistiendo, planteando sus demandas, reclamando su libertad. La comunidad internacional debe seguir usando su influencia para abogar por la reinstauración del derecho de las mujeres a la participación política, el retorno del estado de derecho, la recuperación de la democracia que hemos perdido. La gente de todo el mundo debe seguir demostrándonos su solidaridad, usando sus plataformas para darnos voz, presionando a sus Gobiernos para que hagan más por la población de Afganistán.

Ya no estoy en mi país. He perdido mi estatus social y político; he perdido mi identidad. Pero no he perdido la esperanza. Somos una nación optimista. Y lo que me da esperanza es el clamor de nuestro pueblo pidiendo una vida mejor.

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Habiba Sarabi y otras líderes afganas en la Convocatoria Mundial por el Liderazgo de las Mujeres por la Paz en Glen Cove, Nueva York, en septiembre de 2022. Fotografía: ONU Mujeres/Ryan Brown
Habiba Sarabi y otras líderes afganas en la Convocatoria Mundial por el Liderazgo de las Mujeres por la Paz en Glen Cove, Nueva York, en septiembre de 2022. Fotografía: ONU Mujeres/Ryan Brown

Habiba Sarabi: Creo que podemos recuperar nuestro país

Habiba Sarabi es farmacéutica por formación y política por elección. Tras estar al frente del Ministerio de Asuntos de la Mujer de Afganistán, fue la primera Gobernadora del país. Durante las negociaciones de paz con los talibanes, ocupó el cargo de Vicepresidenta del Consejo Superior de la Paz, junto con otras cuatro mujeres negociadoras. Ahora está en el exilio y centra sus esfuerzos en animar a la generación más joven a seguir luchando hasta el final.

Mi familia lleva los últimos 50 años implicada en la política. Durante el primer régimen talibán, tuve que huir a Pakistán, donde estuve trabajando en el ámbito de la educación infantil con migrantes de Afganistán. Cuando regresé a Afganistán, volví a la política y a trabajar por las mujeres de mi país. Fui la primera Ministra de Asuntos de la Mujer y, más tarde, la primera mujer Gobernadora. Tiempo después, me nombraron Vicepresidenta del Consejo Superior de la Paz y fui una de las personas designadas para negociar con los talibanes en el proceso de paz de Doha.

Estaba en Doha cuando los talibanes tomaron Afganistán. Y ya no pude regresar a Kabul. Al principio, perdí la ilusión. Estaba deprimida. Pero no tardé en darme cuenta de que la lucha no había acabado. Entendí que debía animar a la nueva generación de jóvenes afganas a retomar la lucha. Pronto volví a estar muy ocupada, defendiendo derechos, tejiendo contactos, y no sólo por las mujeres, sino también por la minoría hazara, mi comunidad. Cuando me enfrento a la violencia, a la discriminación, al genocidio, tengo que levantarme y alzar la voz para defender mis derechos como mujer, como hazara.

Cuando se puso en marcha el Plan de Acción Nacional 1325, la sociedad civil afgana estaba muy activa. Su defensa de las mujeres, la paz y la seguridad y, sobre todo, su trabajo para contar con más mujeres en el proceso de paz, sirvieron para que hubiera trece mujeres en el Consejo Superior de la Paz y yo fuera su Vicepresidenta. También permitió la designación de cuatro negociadoras como representantes de la República en las conversaciones afganas con los talibanes, y yo fui una de esas cuatro mujeres. Nuestra función como negociadoras de la paz era tanto defender los derechos de las mujeres como representar a todas las afganas. También debíamos estar presentes en todos los aspectos de las negociaciones, desde los asuntos económicos a los de seguridad. En nuestra labor, recurríamos mucho a la Constitución, ya que en ella se garantizan los derechos de las mujeres, y queríamos que los talibanes la aceptaran tal y como estaba. Pero nunca lo hicieron.

Dialogar con los talibanes no era fácil, pero nos mostramos tolerantes. Como mujeres, a menudo nos ignoraban: a veces nos cerraban las puertas; otras, nos dejaban fuera. Pero las cuatro teníamos una norma, debíamos asegurarnos de representar a las mujeres en cada una de las negociaciones, en todas las reuniones, sin excepción. Otro de nuestros principios era colaborar con la sociedad civil de Afganistán. Siempre que había un descanso en las negociaciones, volvíamos a Kabul y consultábamos a la sociedad civil, hablábamos con las mujeres. Era nuestra responsabilidad llevar todas las opiniones que había en el país a la mesa de negociaciones. 

He visto cómo los talibanes tomaban el poder en Afganistán en dos ocasiones. Pero el año pasado fue distinto. Antes no sabíamos qué podían hacer los talibanes, cuál era su ideología. Esta vez sí. Y esta vez teníamos todo eso por lo que tanto habíamos trabajado: instituciones, cientos de ONG dirigidas por mujeres. Nuestro Gobierno distaba mucho de ser perfecto, pero teníamos un sistema vigente, uno que podíamos mejorar y en el que podíamos trabajar. Esta vez, lo perdimos todo. Sentí como si todas esas décadas de trabajo hubieran sido en vano; como si el tiempo, la energía, el esfuerzo, todo se hubiera evaporado. Durante semanas, no pude trabajar, comer ni pensar y, sobre todo, no podía volver a casa. Como para millones de personas que ahora están sufriendo en Afganistán, el golpe fue descomunal. 

Las mujeres que están saliendo a la calle y gritando para defender sus derechos me han devuelto la esperanza y me han recordado que, cuando hay compromiso, nada es imposible. Y no sólo gritan por las mujeres, también lo hacen por los hombres que no pueden alzar la voz; lo hacen por todas y todos, por toda la población afgana.

Creo que podemos recuperar nuestro país. En primer lugar, tenemos que asegurarnos de que nunca se silencie la voz de las mujeres. Debemos estrechar los vínculos, las redes tejidas entre las mujeres de dentro y de fuera del país. Hemos de documentar todo lo que les está sucediendo a las mujeres; debemos poner fin a todas las formas de violencia, en especial, a la violencia contra las mujeres.

Muchas personas han abandonado Afganistán, pero la voz que permanece en el país —y que mantienen viva muchas mujeres valientes de todas las provincias— es más fuerte que nunca. Durante toda mi vida, he oído muchas veces decir que Afganistán no puede cambiar. Nuestra historia demuestra que eso no es cierto. En la época de la monarquía, las mujeres podían ir a la universidad. Durante las dos últimas décadas, las líderes afganas cambiaron muchas cosas en nuestra sociedad. Cuando fui Gobernadora de Bamiyán, conseguí duplicar el número de niñas en las escuelas, lo que supuso un cambio enorme en la mentalidad de nuestra comunidad. La población estaba aceptando que las mujeres pueden ser alcaldesas, gobernadoras o ministras. 

Y que algún día habrá una mujer Presidenta de Afganistán.

Maryam Rayed: Es el momento de la solidaridad

Maryam Rayed, nacida durante el primer régimen talibán, es una defensora de los derechos humanos que trabajó como Vicedirectora de Asuntos Exteriores y Derechos Humanos en el Ministerio de Estado por la Paz de Afganistán. Maryam, ahora exiliada, disfruta de una beca Fulbright y está investigando sobre gobernanza y democracia en la Universidad de Georgetown.

Los derechos de las mujeres son la punta de lanza de mi trabajo, tanto de mi investigación como de mi activismo. En el Ministerio de Estado por la Paz, mi labor consistía en llevar la paz a un país que ha sufrido décadas de guerra. Estaba creando un relato compartido sobre cómo podría ser la paz en Afganistán. Mientras hacía ese trabajo, me di cuenta de que cuando la gente hablaba de paz, siempre dejaba de lado los derechos de las mujeres. Día tras día, intentaba que se escuchara la voz de las mujeres. Si se habla de paz y de justicia, hay que asegurarse de que la mitad de la población del país no quede fuera del proceso. Y no es sólo una cuestión de sentido común: hay investigaciones que demuestran que los países en los que las mujeres participan en los procesos de toma de decisiones, en los puestos de liderazgo, son más pacíficos. No podemos ignorar esos estudios.

En aquella época, las cosas tampoco eran fáciles: las mujeres que hablaban, las que tenían visibilidad y estaban presentes en espacios públicos —como las activistas, las periodistas o las empleadas gubernamentales— se convertían en objetivos y las asesinaban a diario. Cada mañana, yo también tenía miedo de que ese día fuera mi último día en Kabul. Pero en aquella época, la causa por la que trabajábamos hacía que siguiéramos adelante; en aquella época, nunca nos faltó la esperanza de un futuro mejor. Trabajé por la paz en Afganistán hasta el último momento que estuve en el país.

Cuando Afganistán cayó, acababa de irme a los Estados Unidos con una beca Fulbright para seguir estudiando; para armarme con conocimientos y habilidades que me ayudaran a servir mejor a mi país natal, una tierra turbulenta pero hermosa. No podía imaginarme que aquel viaje de estudios se convertiría en un exilio político y que volver a casa acabaría siendo un sueño. Durante los seis primeros meses, me centré en asegurarme de que las mujeres que alzaban la voz, las que eran críticas con los delitos de los talibanes —activistas, políticas, periodistas y jueces— estaban a salvo. Sabía que Afganistán ya no era seguro para ellas y que, en el mejor de los casos, perderían su poderosa voz.

En lo que se refiere al movimiento de las mujeres, hay una tendencia generalizada a creer que las cosas avanzan. Lo que ha sucedido en Afganistán es una lección para todo el mundo: que los derechos que conquistan las mujeres son frágiles en todos los sitios. Podemos perderlo todo en una noche. Pero nunca me planteé dejar Afganistán. Desde los Estados Unidos, donde vivo ahora, empecé a apoyar a las organizaciones de mujeres que todavía trabajan en Afganistán. Algunas de las personas que colaboran con esas organizaciones se han enfrentado a interrogatorios, a golpes o a arrestos; muchas siguen resistiendo con valentía. 

 La paz que se consigue con cesiones no puede ser nunca duradera. No deberíamos volver a cuestionar por qué las mujeres deben participar en los procesos de toma de decisiones. Por eso, con los talibanes, la agenda de las mujeres, la paz y la seguridad es más necesaria y urgente que nunca. Todos los elementos de la agenda son fundamentales: sin protección y participación, no se puede evitar un conflicto. Mientras el mundo se centra en abrir las escuelas a las niñas —que es una de las necesidades más urgentes—, debe recordar que las afganas no luchan sólo por tener un lugar en las aulas. Pelean por tener plenos derechos: por implicarse en la política, por poder ser líderes de organizaciones, por poder dirigir sus comunidades. Participaron en la reconstrucción del país con orgullo —arriesgando su vida— y consiguieron logros notables. No reduzcamos la causa de las mujeres afganas a la educación. Deben recuperarse todos los derechos de las mujeres.

Llegué a los Estados Unidos como una joven de un país democrático al que representaba. Servir de altavoz a las reclamaciones de paz de las mujeres afganas era para mí una causa noble, mi principal motivación. Como joven en un puesto de liderazgo, también representaba a las nuevas generaciones de Afganistán y me aseguraba de que no se ignoraran sus valores en nombre de la paz. Dos tercios de la población afgana tiene menos de 25 años; es una generación que tiene una forma de pensar distinta, que comparte valores e intereses con la juventud de todo el planeta, que cree en la democracia y la libertad y está preparada para contribuir a construir este mundo.

De la noche a la mañana, perdí mi identidad y todo lo que me hacía sentirme orgullosa. Mi ciudad natal. Mi país. Ahora soy apátrida, pronto seré refugiada. Lo que me ha sucedido a mí, lo que le ha sucedido a Afganistán, no es la lucha de una única mujer, ni la lucha de un único país, es una responsabilidad compartida. Si la historia nos ha enseñado algo, es que lo que sucede en una parte del mundo afecta a todos los países. Que la batalla que estamos librando no es sólo nuestra, es una batalla por la democracia, por valores que son universales. Es también el momento de la solidaridad: una hermandad mundial. Los movimientos de mujeres de todo el mundo deben solidarizarse con las afganas, con todas las mujeres que viven en regímenes autoritarios, y concienciar sobre lo que les está pasando.